La oscura noche de la Ciudad Blanca

«El caos aumentaba a la par de que el país reaccionaba y los países del continente comenzaban a hacer llegar sus ayudas humanitarias. La solidaridad se abría paso en medio de la desolación y el desconcierto»

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  Ubicación del Nevado del Ruiz. Foto: Juan Felipe Ramírez.

Se cumplen 34 años de la erupción y deshielo del cráter Arenas del Volcán Nevado del Ruiz que provocó la avalancha que sepultó a Armero la noche del miércoles 13 de noviembre de 1985 y que cobró la vida de más de 20 mil personas.

'La Ciudad Blanca' está bajo tierra, enterrada por la avalancha y, con ella, más de 20 mil personas, 20 mil historias de vida, voces y rostros aplastados por flujos de lodo, tierra y escombros, que no se volverán a escuchar más, que no se verán más.

Ahora sus imágenes, sus identidades, están convertidas en un delgado eco que se desgasta con el paso del tiempo. Ahora son un débil susurro en la memoria de familiares y amigos, una especie de vieja fotografía rescatada del álbum familiar, que los sobrevivientes miran en la soledad de sus casas cuando se sienten tristes y solos.

La avalancha que sepultó a Armero fue la crónica de una tragedia anunciada que nadie evitó. Las autoridades locales, regionales y el Gobierno Nacional, por supuesto, se hicieron los de la vista gorda, los de los oídos sordos.

Todos minimizaron el valor de los estudios y opiniones de los expertos vulcanólogos y geólogos, que meses antes de la tragedia advirtieron que una erupción del cráter Arenas del Volcán Nevado del Ruiz, podría causar un deshielo y este, a su vez, una avalancha que sepultaría a Armero.

El Volcán Nevado del Ruiz, que había estado hasta entonces 69 años sin presentar ningún tipo de actividad, había comenzado, a finales de 1984, a mostrar actividad sísmica justo en el nacimiento del río Lagunilla, además de columnas de vapor y gases. El 7 de septiembre de ese mismo año cayeron rocas sobre el lecho del río a 14 kilómetros de Armero, en la vereda El Sirpe, taponando el afluente. 

Para octubre de ese mismo año la inminente erupción del Volcán Nevado del Ruiz se presentaba como una verdadera amenaza y no como una leve posibilidad. Ese mismo mes fue presentado un mapa de riesgo, en el que, según los expertos, quedaba claro la vulnerabilidad y el riesgo que corría la Ciudad Blanca en caso de una erupción, y el deshielo como consecuencia de la misma.   

Para entonces el país no contaba con un sistema de monitoreo en tiempo real, como con el que cuenta hoy, sino que, había que desplazarse a la zona donde estaba instalada la estación para recoger los datos del día anterior.

Gloria Cortés, directora del Observatorio Vulcanológico y Sismológico de Manizales hasta septiembre de 2018, aseguró al diario EL TIEMPO, para el especial que el periódico colombiano hizo al cumplirse 30 años de la tragedia, que la gestión del riesgo entonces no fue exitosa.

«Lo que ocurrió fue catalogado como crónica de un desastre anunciado, se contaba con un mapa de amenazas pero faltó tiempo como país para que el mensaje fuera ampliamente difundido y asimilado», señaló Cortés.

Por su parte, para la geóloga de la Universidad de Caldas y especialista en Gestión Ambiental, Estefanía González, la falla estuvo en que no se contaba con un sistema de alertas tempranas que les permitiera a los organismos de socorro actuar a tiempo.

«Para la época de la tragedia no se tenía un sistema de alarmas tempranas, no se contaba con un plan de emergencias, ni mucho menos con un sistema de monitoreo establecido, apenas se estaba comenzando a implementar, no se dimensionó la magnitud del desastre que podía ocurrir», advirtió la geóloga. 

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  Monumento a la vida. Foto: Juan Felipe Ramírez.

Un mes y medio antes de la tragedia, el representante a la Cámara por el departamento de Caldas, Hernando Arango Monedero, advirtió al país en la sesión ante el Congreso de la República, de la amenaza y el riesgo que constituía la actividad sísmica del Volcán Nevado del Ruiz y su inminente riesgo de erupción.

Con argumentos apoyados en los estudios presentados por varios geólogos del país y con base en el mapa de riesgos elaborado, entre otros por Ingeominas, Arango Monedero insistió en la necesidad urgente de establecer un sistema de alertas que le permitiera a la población en riesgo poner a salvo su vida.

Pero el congresista fue catalogado por el ministro de Minas de entonces, Iván Duque Escobar, de apocalíptico y dramático. Así la advertencia se quedó en el vacío y los compromisos de los jefes de las carteras de Minas y Obras Públicas en insulsas respuestas. El representante caldense terminó aquel día su intervención ante el Congreso con la frase: «Que Dios nos tenga de su mano». 

Semanas después del debate en el Congreso vendría el sangriento capítulo de la toma del Palacio de Justicia y la atención del país se dirigió a ese lado, mientras que los responsables de entregar soluciones sobre la gestión del riesgo a la amenza natural que constituía el Volcán Nevado del Ruiz se olvidaron del asunto.

Para completar el cuadro del absurdo, semanas después de ocurrida la tragedia de Armero se conoció que un grupo de expertos estadounidenses, que estaban por arribar al país, cancelaron su viaje al conocer la noticia de la toma del Palacio de Justicia.

Lo hicieron meses después de la tragedia y con la instalación de equipos especializados y antenas, se pudo conocer al instante el comportamiento del volcán.

***

Y la noche llegó. Desde las tres de la tarde de ese miércoles 13 de noviembre la ceniza comenzó a cubrir calles, tejados y andenes. Pero nadie advirtió el peligro y los pocos que lo hicieron decidieron marcharse. Los otros, los que por razones sentimentales y de arraigo, no entendieron la magnitud de los acontecimientos, decidieron quedarse con sus familias. Algunos rezaron, sobre todo las mujeres, hasta que la noche cayó.

A las 11:30 p.m., el cráter Arenas del Volcán Nevado del Ruiz hizo erupción. Los flujos piroclásticos derritieron el diez por ciento del glacial, formando cuatro lahares que descendieron por las laderas del volcán a más de 60 kilómetros por hora. La masa de lodo, tierra y escombros tardó menos de una hora en llegar a la Ciudad Blanca, cubriéndolo todo de muerte y desolación.

«A las siete de la noche comenzó a caer arena del cielo, nadie nos dijo que teníamos que evacuar, yo vivía en la calle 16, en un segundo piso, con mi familia arreglamos todo para subirnos a la terraza, cuando a las diez de la noche me llamó la esposa del personero y me dijo que nos fuéramos, que Armero se estaba inundando. Salí por mi carro que estaba a media cuadra, pero cuando llegué allí el cauce era terrible, la gente bajaba gritando por las calles, desesperados, los carros los atropellaban, les pasaban por encima, todo el mundo gritaba y lloraba», recuerda Oveida Molina, sobreviviente de la tragedia.

Cuando Oveida llegó hasta el garaje donde guardaba el carro, bajó la primera avalancha. El barro le llegaba hasta las rodillas, por lo que no pudo mover el carro, que dejó con el motor en marcha y las luces encendidas.

El escenario era caótico. Los gritos y la desesperación de la gente la empujaron hasta su casa, pero al llegar a la esquina, en medio de la oscuridad y los relámpagos de la tormenta eléctrica que castigaban el cielo de Armero, pudo ver una ola de más de cuatro metros que venía de frente arrasando casas y árboles. Oveida quedó paralizada y esperó la muerte con resignación.

«El ruido era como el que hacen los motores de un avión cuando despega», recuerda Oveida cerrando los ojos. La furia del impacto la arrojó adentro de la casa en la que estaba parada, estrellándola contra una de las paredes que aún se mantenían en pie. El golpe la dejó inconsciente.

Cuando recuperó el sentido, los lamentos y las voces desgarradas de los heridos y sobrevivientes que clamaban auxilio fue otro mazazo que terminó de quebrar su espíritu. La imagen que Oveida encontraría al lograr salir del lugar adonde la avalancha la había arrastrado fue devastadora.

«Cuando amaneció lo único que vimos fue una laguna gris, solo agua, como un espejo brillante, llovía y el barro seguía bajando, fue imposible movernos de donde estábamos», relata Oveida Molina, que hasta entonces se preguntaba por la suerte de sus cuatro hijas que se habían quedado en su casa mientras ella iba por el carro.

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 Sendero principal del pueblo. Foto: Henry Alejandro Carvajal.

Al día siguiente, a las cinco de la tarde de ese jueves 14 de noviembre, un helicóptero pudo rescatarla a ella y otras personas que se encontraban allí. Primero sacaron a los niños, después a los adultos. La aeronave dejó a los sobrevivientes en Guayabal. Allí comenzaría, con zozobra, la búsqueda de sus hijas, que la llevaría a Honda y de ahí a Guaduas, donde por fin las encontraría. 

La descripción del éxodo que entonces comenzaría da cuenta de la destrucción y la gravedad de lo ocurrido. Decenas de cadáveres apilados para su reconocimiento, hombres y mujeres, sobretodo niños, con amputaciones en piernas o brazos, el dolor por la pérdida y desaparición de familiares y amigos, y la incertidumbre rondando como moscas sobre sus cabezas. ¿Qué pasaría ahora, a dónde irían, quién respondería por lo que habían perdido? Y sobre todo, ¿cómo se recuperarían de un mazazo tan fuerte, ahora que se habían quedado sin nada entre las manos? Eran las preguntas que todos se hacían.

Sin dinero, Oveida Molina tuvo que cambiar sus anillos de oro para poder pagar el pasaje que la llevaría al municipio de Honda en busca de sus hijas y su madre. Pero entrando a Honda la voz de alarma sobre una nueva avalancha, esta vez por el cauce de río Gualí, los obligó a pasar el puente rápidamente, pese a la negativa del conductor que quería bajarlos del vehículo para no arriesgarse.

En Guaduas, aun cubierta por el lodo, recibió asistencia en una de las escuelas que había sido adaptada como centro de emergencias, donde se le permitió bañarse y se le ofreció un vestido. Gracias a un conocido pudo identificar que en el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) se encontraban sus hijas. El encuentro fue un respiro en medio de la tragedia que marcó sus vidas para siempre. El cuerpo de su madre nunca fue encontrado.

El relato de Oveida es una pieza del dolor que hace parte de las múltiples voces que cuentan una historia, en la que la rabia, la impotencia, y finalmente la resignación, son los denominadores comunes. El horror que marcaría esa noche en su vida, y la de más de nueve mil sobrevivientes, es un relato que cada año vuelve a abrir las heridas, a sentir el miedo, la rabia, el olor a agua empozada y caliente cubriéndolo todo, la imagen de los cuerpos como muertos vivientes levantándose del barro, quejándose de las heridas, lamentando la pérdida, sin hijos, sin padres, sin hermanos, sin un lugar en el mundo.

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La tragedia de Armero abrió un debate acerca de la gestión del riesgo en Colombia, sobre la capacidad del Estado para trabajar en la prevención de desastres, en dar respuesta a tragedias de semejante envergadura y sobre el manejo de la información en situaciones tan complejas.

Muchas fueron las dudas que dejó el manejo de organismos del Estado como el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), acusado de poner en adopción a niños y niñas, de manera irregular, con familias nacionales y del extranjero.

Según una investigación realizada por la Fundación Armando Armero, cerca de 470 menores de edad fueron entregados en adopción de manera regular e irregular.

De acuerdo con declaraciones de Fernando González, director de la Fundación, entregadas a RCN Radio, existen más de 40 casos documentados en los que se demuestra que muchos menores de edad salieron con vida de Armero.

«Existen pruebas documentales, imágenes de video, en la que las madres entregaban sus hijos a miembros de los organismos de socorro, con la promesa por parte de estos a las madres de poder recogerlos al día siguiente en un lugar determinado, pero al ir allí no los encontraban y nadie daba razón de ellos», señala González.

El mismo informe da cuenta de niños adoptados que han llegado de otros países y de Colombia para realizarse las pruebas de ADN y demostrar que fueron adoptados por conductos regulares e irregulares. A la fecha, según González, existen cuatro casos de éxito en los que se logró probar la identidad de esos menores y del conducto irregular que se surtió en su momento para sacarlos del país.

Finalmente González dijo que, la ayuda de la Fiscalía General de la Nación es fundamental para conocer la verdad. «La Fiscalía tendría que apoyar de alguna manera, debe haber algún elemento jurídico para que nos puedan auxiliar en esto; pero más que demandar al Estado, a nosotros lo que nos interesa es lograr reencuentros», concluyó González.

Aun hoy, 34 años después de ocurrida la tragedia, existen madres que siguen esperando a sus hijos, algún contacto, alguna señal que les devuelva la esperanza de poder abrazarlos de nuevo, para no soltarlos, para no dejarlos ir nunca más y dejar de sufrir la otra tragedia, la del desarraigo, la de la fractura familiar, para poder reconstruir los lazos de sangre que el lodo y las piedras, y la negligencia del Estado, les quitó.

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 Reliquias personales en el Museo de Armero. Foto: Juan Felipe Ramírez.

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Mientras que en tierra mujeres como Oveida Molina registraban con dolor el poder de la destrucción, el horror de la tragedia, por aire los pilotos Fernando Rivera y Leopoldo Guevara le contaban a Yamid Amat, director entonces del informativo 6 am 9 am de Caracol Radio, que Armero había desaparecido.

«Armero quedó arrasado casi en un ciento por ciento», dijo al aire la voz de Rivera esa fría mañana del jueves 14 de noviembre para estupefacción de los periodistas y los oyentes. 

Rivera y Guevara, pilotos de una empresa de fumigación, habían partido desde Venadillo para hacer un sobrevuelo, el primero de tantos que se harían para dimensionar desde el aire la magnitud de la tragedia.

En adelante, los medios de comunicación regional y nacional, pusieron en marcha un despliegue informativo sin precedentes para poder informar lo que había pasado en Armero. Corresponsales, ingenieros, técnicos de sonido, periodistas, móviles improvisadas, en muchos de los casos, intentarían llegar hasta el lugar de la tragedia, de la noticia, para dar cuenta de lo sucedido. 

Pese a que muchos medios de comunicación regional como La Voz del Tolima, los corresponsales de las cadenas radiales Caracol y RCN, hacían un seguimiento a la noticia desde que meses atrás se conociera de la grave amenaza y la posible erupción del volcán, la noticia parecía no tener cabida en los medios nacionales. 

La noche en que el cráter Arenas hizo su primera erupción, hacia las 9:30 p.m., de ese miércoles 13 de noviembre, según datos que Ingeominas dio a conocer posteriormente, Gustavo González Peñaloza, periodista entonces en Manizales de RCN Radio llamó al master en Bogotá para dar a conocer la noticia, pero la respuesta del técnico que esa noche estaba a cargo del control fue que se estaba trasmitiendo un partido entre Millonarios y el Deportivo Cali, válido por una instancia final del campeonato de fútbol colombiano de ese año y que la única manera de trasmitir la noticia sería en el intermedio del partido. 

«No hermanito que pena pero es que estamos en transmisión de fútbol, hagamos una cosa, cuando termine el primer tiempo nos da la información», dijo por radio el control esa noche en Bogotá.

«Extra radio suceso urgente por RCN la radio de Colombia: Urgente, Bogotá, acaba de producirse una erupción del Volcán Arenas del Nevado del Ruiz, repetimos, urgente, Bogotá, acaba de producirse una erupción del Volcán Arenas del Nevado del Ruiz, los primeros informes de las autoridades dicen que una gigantesca avalancha de tierra avanza sobre una extensa zona de la región del Tolima con amenaza para poblaciones como Armero», decía el informe emitido en el entretiempo del juego entre Embajadores y Verdolagas.

Entretanto en Caracol Radio el periodista José Ángel Fonseca, quien estaba a cargo del turno de la noche, tenía como tarea asignada hacer llamadas a distintos lugares en Armero para monitorear la situación. 

Y esa noche Fonseca, como a las 10:30 p.m., recibió una llamada al master en la que una persona le reportaba que estaba lloviendo, que en la tarde había caído mucha ceniza y que el nivel del río Lagunilla estaba subiendo, que la situación era muy delicada, pero que el cura del pueblo había perifoneado que la gente debía estar tranquila, que no iba a pasar nada, que la situación se iba a superar, que era simplemente una inundación.

La llamada fue interrumpida y después fue imposible comunicarse con alguien en el pueblo. Por más que Fonseca, que contaba con un directorio telefónico de la población, intentó comunicarse, nadie respondió a sus llamadas. Armero había desaparecido.

Para el sacerdote Orlando Espitia, párroco de la iglesia de la Anunciación del señor, lo ocurrido en Armero es simple y contundentemente un fallo humano.

«Fue un descuido humano. El padre y periodista Javier Arango, advirtió a través de los medios de comunicación que el río Lagunilla se estaba represando, y yo mismo como vicario parroquial, en ese entonces en Villahermosa, también advertí y hay testimonio de ello, pero no hicieron caso, el río se represó y pasó lo que pasó», señala el sacerdote.

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 Cruz de Juan Pablo II. Foto: Henry Alejandro Carvajal.

Para el padre Espitia otro factor determinante en la tragedia fue el exceso de confianza de los armeritas, y no como dice la gente, producto de una supuesta maldición del Beato Pedro María Ramírez, proferida en tiempos de la violencia bipartidista. «La gente en Armero era muy confiada, el mismo día de la ceniza, de la tragedia, la gente no creía, y contundentemente debo decirles que no fue el Beato Pedro María Ramírez, a él sí lo martirizaron en Armero, tanto que la iglesia lo acaba de declarar Beato y está a un paso de la canonización para declararlo Santo, pero no fue él quien produjo la tragedia», aseguró el presbítero.

Muy pronto el cubrimiento de la noticia se convirtió, no solo en contarle a Colombia las dolorosas escenas de la tragedia, sino también, en ser un puente entre los sobrevivientes y sus familias en otros municipios del Tolima y el país.

«Comenzó una tarea y un cubrimiento especial que nos permitió, horas más tarde, estar llegando cerca de la población de Armero, el municipio ya no existía, y con lo que nos encontramos, en las afueras de lo que era Armero, fue con los vestigios de lo que había sido esa avalancha de lodo y piedra durante toda la noche», narra Germán Cediel Mora, periodista de Caracol Ibagué en ese entonces.

Los relatos de los periodistas que comenzaron a llegar a la zona del desastre helaban la sangre. Gustavo González Peñaloza, periodista de RCN Radio, impactado por las imágenes y el drama de los sobrevivientes así le contaba a Colombia de lo que era testigo.

«Todos salían desnudos del lodo, hombres, mujeres, niños, como quemados por acción del barro caliente, todos estaban aturdidos, resignados a morir, había mucha gente en precarias condiciones, cadáveres por todas partes, en hileras para que la gente, los sobrevivientes, pudieran reconocerlos», recuerda amargamente el cronista.

Las escenas irían quebrando el espíritu de los cronistas que, pese al deber con la información, con la verdad de los hechos, no podían escapar al dolor y la desolación de hombres, mujeres y niños que lo habían perdido todo.

«Lo que más me llamó la atención, y fue muy doloroso, fue ver en medio de ese lodo hirviente a un niño de 8 o 10 años de edad con un chamizo en su mano escarbando mientras gritaba; ¡mamita! ¡mamita! ¡mamita!, eso nos desgarró el alma», relata Gustavo Torres Rueda, enviado especial de Caracol a la zona del desastre.

En adelante el compromiso de los medios de comunicación consistió en servir de puente para que familiares y amigos de las víctimas, y de los sobrevivientes, se enteraran de su paradero, o desaparición. A establecer, de la mano de los organismos de socorro, como Cruz Roja y Defensa Civil, las identidades de las víctimas y los sobrevivientes.

Muchos de los periodistas en la zona del desastre se sentían cohibidos para hacer las entrevistas, impactados por el drama y la angustia de los sobrevivientes. La fuerza del dolor que se respiraba en esos momentos exigió de los cronistas encontrar la manera, con mucho tacto, de acercarse a los sobrevivientes para comenzar a reconstruir lo sucedido.

Las cifras leídas por Juan Gossaín, entonces director de noticias de la cadena RCN Radio, dos días después de sucedida la tragedia, dejaron estupefacto al país. El documento oficial del Gobierno Nacional, al que tuvo acceso el periodista, entregaba un primer balance de la tragedia.

«Atención, RCN acaba de obtener una copia del documento oficial del gobierno colombiano en el cual se establece el primer balance de viviendas destruidas, estimativo de muertos y desaparecidos, damnificados y heridos: Armero, viviendas destruidas; 4 mil 33, estimativo de desaparecidos y muertos 20 mil 354, damnificados 4 mil 676», leyó consternado el periodista.

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 Miles de familias perdieron su hogar. Foto: Henry Alejandro Carvajal.

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Pero el caos reinante dificultaba las tareas de rescate y las de la información. La magnitud de la tragedia desbordaba cualquier capacidad de respuesta del Gobierno Nacional y de los organismos de socorro, y ponía en evidencia la improvisación en el manejo de la gestión del riesgo.

Mientras que la institucionalidad comenzaba a hacer presencia y los medios de comunicación abrían sus micrófonos para que los sobrevivientes contactaran a sus familias en otros lugares, se abrió paso otro dolor; el de los sobrevivientes, que impactados por la experiencia, relataban llorando lo sucedido, la pérdida de seres queridos, que en muchos casos, la avalancha les arrebató de las manos sin que no pudieran hacer nada.

El caos aumentaba a la par que el país reaccionaba y los países del continente comenzaban a hacer llegar sus ayudas humanitarias. La solidaridad se abría paso en medio de la desolación y el desconcierto.

Olga Beatriz González, presidenta del voluntariado de la Defensa Civil en la Dorada, Caldas, para el momento de la tragedia, relata consternada las labores humanitarias y el doloroso escenario que le tocó vivir.

«Esa noche en la Dorada se sentía un halo de tristeza y muerte, caía una tempestad horrible, los techos de las casas estaban cubiertos de ceniza, solo a la mañana siguiente nos dimos cuenta de lo que había sucedido, Armero había desaparecido de la faz de la tierra», cuenta González.

Nadie creía que eso podía pasar, pese a las advertencias de los geólogos y especialistas, señala González. «No podíamos creer que una quebrada, un río como el Lagunilla pudiera hacer lo que hizo, nadie creía, por eso no evacuaron a la gente días antes, aunque el rumor de que en Armero iba a pasar una gran tragedia, solo esa noche el Alcalde del pueblo, que también murió intentando salvar a sus paisanos, hizo algo para ayudar a la gente», comenta Olga Beatriz González.

Como presidenta del voluntariado de la Defensa Civil, al día siguiente de la tragedia, Olga Beatriz, y un equipo de colaboradores, se desplazó al lugar de los hechos.

«Fue una experiencia humana espantosa, desde el punto de vista de la tragedia, pero muy hermosa desde la solidaridad que despertó en los colombianos, Latinoamérica y el mundo entero, hay muchas historias con los miles de muertos, los heridos, la desaparición de los niños, muchos fueron robados, porque el Bienestar Familiar no era en esa época lo que es hoy, más organizada y de mayor control, además teníamos un país mucho más pobre y hace 34 años Colombia no estaba preparada para atender una tragedia de semejante magnitud», concluyó González.

Una semana después de la tragedia, el 20 de noviembre, el Gobierno Nacional daba por terminadas las tareas de rescate. El país tenía por delante la inmensa responsabilidad de trabajar en la reubicación de los pobladores sobrevivientes, de prestarles toda la asistencia necesaria para continuar sus vidas y comenzar a diseñar una política pública para la gestión del riesgo, que le permitiera responder a las amenazas naturales.

Treinta y cuatro años después, pese a que no tenemos un pronunciamiento oficial en el que el Estado colombiano asume la responsabilidad por lo sucedido en Armero, los posteriores análisis de los vulcanólogos y especialistas en la gestión del riesgo nos dicen que, sí hubo fallas por parte de las instituciones encargadas de asumir esas tareas.

Aunque hoy se cuenta con mejor infraestructura y normas que permiten la implementación de planes de emergencias, mapas de riesgo y métodos más sólidos para la gestión del riesgo, la tragedia de Armero es tal vez, hasta ahora, la lección más grande en esa materia para el Estado colombiano.

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 Armero nunca volverá a ser igual. Foto: Henry Alejandro Carvajal.

Con la desaparición de Armero perdió el Tolima y Colombia. La Ciudad Blanca se proyectaba para el momento de la tragedia como el segundo municipio del departamento, en cuanto a desarrollo económico y crecimiento se refiere.

La ciudad contaba con un inmenso potencial agrícola expresado en la siembra de algodón, arroz, sorgo y ganadería, a lo largo y ancho de 11 mil hectáreas. El distrito de riego del río Lagunilla, altamente tecnificado, convertían a Armero en una de las principales despensas agrícolas en el centro del país.

El desastre natural alteró drásticamente el futuro de la región, en razón a que el área de influencia de la tragedia y el impacto sobre la entonces próspera economía, afectó a más de 200 mil familias en las regiones del Tolima, Caldas y Cundinamarca.

De acuerdo con el informe sobre el desastre elaborado por Planeación Nacional y la ONU, la tragedia afectó radicalmente la economía, ya que la pérdida del principal municipio del norte del departamento, constituía el núcleo económico de la zona más rica del Tolima.

La tragedia también afectó, profundamente, el tejido de las relaciones sociales a nivel familiar, organizaciones civiles, económicas y políticas. El éxodo de los sobrevivientes terminó de sellar esa fractura social.

Aunque sus rostros no se volvieron a ver y de muchos no se conocieron sus historias personales, la Ciudad Blanca es una marca, un recuerdo indeleble en la memoria de los colombianos, especialmente de los tolimenses, un susurro que trae el viento a la memoria de todos cada mes de noviembre.


Realizado por: Juan Felipe Ramírez y Henry Alejandro Carvajal, estudiantes del Programa de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad de Ibagué.


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