Sabor a herencia: tradición tamalera

Por: Valentina Molina Ospina

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Por una de las principales calles de Cunday, en una fuente de soda, sonaba en la rockola “Navidad de los Pobres” de Los Éxitos, una agrupación musical nacida en Medellín en los años 70 bajo la dirección de Luis Carlos Montoya, que con su estilo tropical ha marcado las festividades navideñas en muchos hogares colombianos. La melodía envolvía a quienes transitaban por allí y a los vecinos con un aire nostálgico y cálido. Entre ellos se encontraba Magnolia, una niña de unos 9 años. Su cabello oscuro y ondulado le caía por debajo de la cintura, extendiéndose como un manto de seda negra, resplandeciente y elegante. Su piel trigueña resplandecía con el calor del día y sus ojos, llenos de curiosidad, reflejaban el brillo de la infancia. A medida que escuchaba la canción, “Junto a la mesa sentados ya, los cinco niños, papá y mamá, humildemente van a esperar, al niño santo que nacerá…”, sentía como esa canción, que hablaba de humildad y esperanza, le recordaba las Navidades en la finca de sus abuelos, donde la celebración no estaba en los lujos, sino en la unión y el amor familiar.

Los niños, siempre los más emocionados por estas fechas, no eran la excepción y Magnolia Ospina se encontraba entre ellos. Lo que más anhelaba era escuchar el llamado de su madre para alistar las maletas y prepararse para el viaje hacia la finca de sus abuelos paternos, Ana Rita Gaitán y Gil Alberto Ospina. Allí, la Navidad cobraba vida en un entorno lleno de risas, historias y la calidez de la vida en el campo. Con el canto de las gallinas, el gruñido de los marranos y el relincho de los caballos, todo acompañado por la melodía que salía del viejo radio en la cocina. En esas cocinas de antaño, donde el calor y el aroma a comida casera se mezclaban con el crujido de la leña en el fogón, las paredes revestidas de barro y guadua estaban adornadas con utensilios de aluminio y madera. El suelo de barro, pulido por el uso, añadía un toque rústico y acogedor, mientras que la mesa de madera, resistente y de superficie gastada, era el centro de la actividad culinaria y familiar.

Entre ese bullicio navideño, Magnolia comenzó, casi sin darse cuenta, a aprender el arte de hacer tamales. Lo que empezó como una simple tarea en la cocina, guiada por su abuela, pronto se convirtió en una tradición arraigada en su corazón. No sabía que aquella tradición, nacida del amor y la alegría familiar, se convertiría en su ancla y sustento en tiempos difíciles."Recuerda siempre, Magnolia", le decía su abuela, “todo lo que hagas desde el amor tendrá más sabor.”

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Con el paso del tiempo, el viaje a la finca se convirtió en algo más que una simple tradición navideña. A los 11 años, Magnolia amarraba sus primeros tamales, guiada de cerca por su madre, Gladys Esther Peña. Preparó las carnes, cocinó el arroz con arvejas, peló los huevos, cocinó la zanahoria y la papa. Mientras picaba la cebolla y mezclaba los ingredientes secretos de la abuela, el aroma de las especias comenzaba a llenar la casa. Magnolia armaba los tamales con sumo cuidado, evocando la imagen de su abuela y madre, tratando de replicar sus técnicas. Más tarde, cuando solo quedaba el eco de las ollas desocupadas, el fogón de leña ya estaba listo para recibir la olla tamalera y cumplir su función: cocinar los tamales a la perfección.

A medida que Magnolia crecía, su talento para hacer tamales se convirtió en una tradición familiar esencial. Durante su juventud, mientras vivía con sus padres, su madre la eligió para preparar los tamales en las celebraciones de Navidad, Año Nuevo y San Pedro. Con el tiempo, el amor llegó a su vida, un amor tan profundo que a veces le nublaba el pensamiento. Este nuevo sentimiento la hizo experimentar una felicidad y una pasión que, aunque abrumadoras, también la inspiraban y permitían ver el mundo diferente.

Después de dos años de noviazgo, Magnolia y Walter se dieron el sí en la iglesia Inmaculada Concepción de Cunday. La ceremonia reflejó el amor y el compromiso que habían construido juntos, un amor que Walter había experimentado desde el inicio de su relación. Además de quedar cautivado por su belleza e inteligencia, Walter se encantó con la habilidad culinaria de Magnolia. Recordaba con cariño cómo su madre solía decir que "el amor entra por la barriga" y él lo comprobó desde el principio de su noviazgo. Recuerda con especial afecto el primer tamal que probó: "Ese día sentí que me enamoré aún más de ella, no solo por el sabor, sino también por el amor y la dedicación que ella ponía en cada uno". Con el tiempo, Magnolia intentó continuar con esta tradición, llevando consigo el legado de sus tamales a su nueva vida juntos. Sin embargo, su trabajo como promotora en el sector de la salud y otras responsabilidades del hogar le dejaban poco tiempo, por lo que solo podía preparar tamales para Año Nuevo y ocasionalmente para San Pedro.

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Con el nacimiento de sus hijos, Magnolia sintió un profundo anhelo de transmitirles la rica herencia gastronómica que había heredado de sus abuelas y su madre. Desde sus primeros pasos, quiso que sus hijos conocieran no solo las recetas, sino también el significado y el amor que estaba en cada platillo. Para ella, el legado de la cocina familiar no era solo una cuestión de recetas, sino un vínculo con sus raíces, una forma de honrar la memoria de las mujeres que habían dado forma a su vida a través de la cocina.

Cada ingrediente y cada técnica era una historia que Magnolia deseaba compartir con sus hijos, para que pudieran comprender y apreciar la tradición que se había transmitido a lo largo de generaciones. Quería que sus hijos vivieran la misma experiencia sensorial que ella había tenido: el aroma envolvente de las especias, el proceso meticuloso de armar los tamales y la satisfacción de ver cómo la comida unía a la familia durante las celebraciones.

Sergio Andrés, su hijo mayor, ha sido testigo desde pequeño del arte culinario de su madre. Según él, la sazón de Magnolia siempre ha sido inigualable, una mezcla perfecta de amor y dedicación que no se encuentra en cualquier cocina. Sergio Andrés no dice esto solo por el vínculo familiar, sino porque ha observado de cerca la pasión y el cuidado que su madre pone en cada receta. Para él, los tamales que prepara su mamá son la máxima expresión del auténtico tamal tolimense. El aroma que emana de la olla no sólo despierta los recuerdos de su infancia, sino que cada bocado es una experiencia sensorial que lo atrapa por completo.

Consciente de la importancia de esta herencia, Magnolia dedicó tiempo a enseñarles a sus hijos no solo cómo preparar los tamales, sino también el contexto cultural y emocional que acompaña a cada receta. Cada vez que envolvía las hojas de plátano y organizaba los tamales, les contaba historias sobre sus abuelas y su madre, transmitiéndoles la pasión y el cariño que había puesto en cada uno. Para Magnolia, enseñar a sus hijos no solo era una forma de preservar la tradición, sino también de fortalecer los lazos familiares y ofrecerles una conexión tangible con su historia, haciendo que cada tamal se convirtiera en un puente entre generaciones.

A medida que sus hijos crecían y las demandas del hogar se hacían más intensas, Magnolia encontró en la cocina no solo una forma de mantener viva la tradición, sino también una manera de contribuir económicamente a su familia. Consciente de que la preparación de tamales podía ser más que una simple costumbre familiar, decidió transformar su habilidad culinaria en una fuente de ingresos.

Magnolia recuerda que, antes de embarcarse en esta nueva etapa, trabajaba en el sector de la salud como promotora de salud de Caprecom, un campo en el que se desempeñó con dedicación hasta que, lamentablemente, la empresa en la que laboraba cerró. Este contratiempo la llevó a reconsiderar su futuro y a reflexionar sobre su verdadera pasión: la gastronomía. Aunque siempre había mantenido un amor profundo por la cocina, no solo por sus habilidades en la preparación de tamales, sino también por el amplio conocimiento de recetas que había heredado, aprendido y creado a lo largo de los años.

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Sin un empleo fijo y con el deseo de seguir aportando a su familia, Magnolia decidió que era el momento perfecto para darle rienda suelta a su pasión culinaria. Comenzó a vender tamales, no solo como una forma de asegurar un ingreso, sino también como una manera de seguir conectada con sus raíces y con la tradición familiar que tanto apreciaba. Así, sus primeros pasos en el emprendimiento fueron ofrecer sus tamales a los vecinos del barrio donde vivía. Al mismo tiempo, decidió abrir un pequeño restaurante de almuerzos caseros en el garaje de su casa.

La sazón distintiva con la que cocinaba pronto llamó la atención, y el restaurante comenzó a hacerse un nombre en la comunidad local. A medida que el restaurante ganaba popularidad, más personas comenzaron a conocer su cocina, lo que también tuvo un efecto positivo en la venta de tamales. Cecilia Cruz, una de sus clientes habituales, expresa su satisfacción con el trabajo de Magnolia: "La sazón de la señora Magnolia en los almuerzos es exquisita, y cuando probamos sus tamales, quedamos aún más encantados. Tienen un tamaño proporcional, buena carne, buen sabor, y se siente el amor con el que los prepara. Y lo más importante, su precio es muy justo".

Con el éxito creciente de su restaurante y la popularidad de sus tamales, Magnolia está mirando hacia el futuro con entusiasmo y determinación. Su objetivo es seguir expandiendo su negocio mientras mantiene la calidad y el amor que caracterizan sus productos. En sus planes está la apertura de una nueva sede, donde espera ofrecer no sólo tamales, sino también otros platos tradicionales.

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A pesar de los desafíos, Magnolia está decidida a seguir adelante gracias a su pasión por la cocina y el legado de sus abuelas y madre. Cada tamal y plato que prepara es un tributo a sus raíces y contribuye al bienestar de su familia y comunidad. Su historia demuestra el poder de la perseverancia y el amor por la gastronomía, con un compromiso constante con la calidad y la autenticidad que es el corazón de su emprendimiento.

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