Historias con canas
Escritos realizados por integrantes del Proyecto Piloto de Innovación Social de la Unidad de Responsabilidad Social de la Universidad de Ibagué durante la fase de voluntariado, realizada en el Jardín Geriátrico Getsemaní. En ellos, se incluyen anécdotas de los adultos mayores, reflexiones del encuentro y descripciones de la actividades realizadas.
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Por fin era sábado en la mañana. Un día muy hermoso. Lo había estado esperando durante varias semanas atrás. Era el día de la visita a un lugar repleto de gente sabia, el hogar geriátrico Getsemaní. Para ser sinceros, estaba muy nerviosa, no soy una persona que hable mucho, me cuesta empezar conversaciones, sobre todo con desconocidos, pero fui con todas mis energías para lograr hacer pasar a estas personas una mañana agradable.
Llegué al lugar. Nos reunimos con los compañeros que íbamos a hacer el trabajo social y organizamos todo antes de entrar. Las dinámicas, la hora del refrigerio y todo lo demás. Llegamos sólo como ocho personas. Subimos las escaleras, nos abrieron la reja blanca, cruzamos por la sala, el comedor, la cocina y llegamos a un patio donde estaban los ancianitos sentados en círculo. En cuanto al lugar, era lindo y acogedor. Un patio grande y muy fresco con plantas y algunos animales como un pisco y el hermoso perro llamado Lucas que tenía pelaje de un tono amarillo oscuro y era muy amigable. Sin embargo, en cuanto a los ancianitos fue un poco incómodo al principio. Me refiero a cuando nuestras miradas se encontraron. Habían algunos muy lucidos y atentos, y otros con miradas ausentes, bastante desubicados.
Mis compañeras, encargadas de las dinámicas, rápidamente se dieron cuenta de que teníamos que cambiar las actividades programadas porque no era adecuada para todos los ancianos, algunas eran muy complejas e incluso requerían ponerse de pie y moverse, algo que era bastante complicado por las condiciones de la mayoría de los ancianos que en realidad no conocíamos previamente. Algunos estaban en silla de ruedas, otros tenían bastones y caminadoras,p y otros, como decía hace un momento, estaban presentes en ese lugar solo con sus cuerpos.
Ellas improvisaron otras dinámicas, las cuales al final fueron todo un éxito. Teníamos que hacer mímicas de profesiones y ellos adivinarlas. Por mi parte soy muy mala haciendo eso, pero fue un momento entretenido y muy divertido. Luego, les hicimos preguntas y el que quisiera respondía. Preguntamos a los ancianos que les hacía felices y tuvimos unas hermosas respuestas, como, que su familia los fuera a visitar, y otras nos sacaron sonrisas y un par de carcajadas, como:
- A mí me hace feliz la comida
- Cuál comida
- Toda la comida.
Hablamos por poco tiempo, no todos se animaron a hablar. Luego fue la hora del refrigerio y finalmente habíamos acordado que cada uno se acercaría a algunos ancianos para tener charlas espontáneas con ellos.
Yo me uní a un grupo de compañeras, aunque me hubiera gustado hablar a solas con alguno de ellos, no me atreví y preferí adherirme a una conversación que ya había iniciado. Una de las ancianitas, la que estaba en silla de ruedas, nos contó un poco de su vida. Le preguntamos sobre su esposo y ella nos miró y nos dijo el había muero hace varios años ya de un cáncer. Fue un poco incómodo, además una de las cosas que habíamos acordado con el grupo es que buscaríamos alegrarles el día a los ancianitos, así que cambiamos de tema y nos enfocamos en sus hijos. Es una madre muy orgullosa y ama a todos sus hijos por igual, aunque algunos ni siquiera son biológicamente hijos de ella, sino del primer matrimonio del que era su marido, ella dijo que los amaba como hijos suyos porque ella se los ayudó a criar.
Después nos llevó a mostrarnos su cuarto y a mostrarnos en él algunas fotos de su familia, unas manillas muy hermosas que ella hace y una virgen que uno de sus familiares le dieron. La llevamos de vuelta con los demás. Había empezado a llover. Hablar otro rato y llegó la hora de partir. Nos despedimos de todos lo ancianitos con mucho cariño agradeciendo habernos acogido allí, les hicimos saber que era muy agradable para nosotros haber pasado un tiempo con ellos. Así terminó una maravillosa visita a este hermoso lugar. Qué bueno que al fin había llegado ese sábado en la mañana. Valió la pena la espera. Aunque no había que estar nerviosa, es un lugar realmente cálido. Espero volver a este u otros lugares tan llenos de sonrisas sinceras, charlas amenas, personas transparentes y expectantes, sabiduría.
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Eran las 7:30 am, el día estaba soleado. Me levanté a esa hora para poder llegar temprano a la actividad que tenía, pero como de costumbre, me cogió la tarde. A las 9:10 por fin llegué a mi destino. Ya se encontraban todos mis compañeros afuera del hogar geriátrico. Apenas llegué, me llamo la atención una anciana que se veía tras las rejas, estaba sola, nuestras miradas se encontraron y me sonrió. Yo le sonreí también y seguí poniendo a la conversación de mis compañeros.
Después entramos al hogar geriátrico y nos presentamos con cada uno de ellos, comenzaron las actividades de integración la primera fue adivinar las profesiones y la única ancianita que adivinada era la señora Elsy, la misma que había visto antes a través de las rejas, yo la miraba desde lejos, se me hacía muy familiar.
Después de un rato yo me encontraba tomando fotos con la cámara de Daniela, la coordinadora del proyecto, le estaba tomando fotos al grupo en general desprevenidos o haciendo las actividades y cuando enfoque la cámara a la señora Elsy ella sonreía y posaba, se me hizo demasiado lindo eso y quería tener la oportunidad de hablar con ella.
Después de las actividades de integración, se encontraba en la agenda un tiempo de hablar con algunos de los ancianos. Me acerqué a ella, a la señora Elsy, junto con otras compañeras. Lo primero que nos dijo fue “gracias por estar aquí, son bienvenidos cuando quieran“ frase que acompañaba con una hermosa sonrisa mueca.
Todo lo que decía la señora Elsy, lo vanidosa que es, el amor por sus collares y sus manillas, el amor por sus hijos, lo alegre que es, hasta verla en la silla de ruedas... Me recordaba mucho a mi abuelita. Al principio, cuando me dí cuenta, fue un poco duro para mí. Ella decía algo e inmediatamente se me lloroseaban los ojos por recordar a mi abuelita. No quería que nadie se diera cuenta, por eso preferí por un rato mantenerme más bien distante sin dejar de prestar atención a cada uno de sus movimientos. Hasta que logré tomar fuerza, di algunos pasos hacia ella y le tomé la palabra para hacerle preguntas y hacerle conversación. Ella siempre con una sonrisa y una carcajada respondía mis cuestionamientos.
Cuál es su felicidad más grande fue una de las cosas de las que nos habló. Dijo que es ver su hija parada en la puerta del hogar, que a ella por eso le gustaba estar afuera mirando los carros pensando y esperando su llegada. También comentó que en ese lugar la tratan muy bien. Entre tantas historias y comentarios en los que demostraba Orgullo por sus hijos, decidió ir a mostrarnos las fotografías de ellos a su cuarto. Estando allí, en su cuarto, nos mostró cada artículo que tenía en él, sus santos, sus gafas y hasta la caja de piedritas para joyería, porque ese es su hobby hacer manillas y collares.
Después de mostrarnos su habitación volvimos al patio donde se encontraban todos los ancianos y mis compañeros. Yo me senté al lado de la señora Elsy y ella notó que yo estaba un poco triste. No dudó en preguntarme el motivo. Yo le conté lo que le sucedió a mi abuelita y lo reciente que fue. Ella con amor me cogió el brazo y me dijo: “Lo que te quedan son los buenos momentos vividos con ella, es duro perder a un ser querido, pero ella se encuentra contigo y en el lugar más importante, que es en tu corazón”, me dio mucha nostalgia , pero para no llorar le pregunte más cosas sobre su vida.
Continuamos con la conversación hasta que llegó el momento de despedirno. Ella con un gran abrazo y un beso nos dijo que volviéramos. Nos despedimos de todos los ancianos con besos, abrazos y apretones de mano. Saliendo del lugar, yo sólo recordaba a mi abuela y pensaba en cómo hay gente que prefiere dejarlos ahí, mientras yo quisiera poder tenerla cerca.
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Conocí a Carmen. Cabello negro y corto hasta su barbilla, organizado en una pequeña cola de caballo. Sonrisa persistente. Sus pupilas, cada una dirigida a una dirección diferente. Estaba vestida toda de rosa. Se diferenciaba del grupo por su edad. Era la de menor de este lugar. Cuarenta y tantos años. Según ella, aparente una edad superior por los sufrimientos de la vida que le tocó y algunos inconvenientes de salud.
Desde su nacimiento presentó problemas físicos de deformación en sus piernas. Sus humildes padres, que hoy ya no viven, gestionaron con bastante esfuerzo y sacrificio siete cirugías en sus miembros inferiores, sin embargo, estas no fueron suficientes para darle una vida como la de cualquier otra persona. Su condición de movilidad reducida la afectó para desempeñarse de manera autónoma en su diario vivir, tanto así que acudió sólo a algunos años del colegio. No aprendió a leer. O al menos no lo ha hecho hasta ahora.
Tiene un numeroso grupo de hermanos, pero solo una hermana mayor (no menciona el nombre) la ha acompañado, primero, cogiéndola en el seno de su hogar y desde hace ocho años tomó la decisión de que el lugar en el que ella podría recibir la ayuda que necesitaba sería el Hogar Geriátrico Getsemaní. Muy esporádicamente la visita. Su familia, en realidad, ahora son los colaboradores del lugar y los demás internos. Y sus amigos, las jóvenes universitarios y familias que de vez en cuando visitan el hogar como gesto de caridad y servicio a la comunidad.
Su felicidad se encuentra en pequeñas cosas, como recibir la visita de su hermana y sus sobrinos y su cariño por una de la enfermeras y dueña del hogar, Rubiela, a quien se refiere como su mamá. También le diverte ayudar lavándo la loza. Cuando sale a la parte que tiene cemento del patio, lugar donde nos encontrabamos hablando, le agrada percibir el sonido que producen las tejas de plástico transparente con el choque de las gotas de lluvia o el que se ocasiona cuando hace mucho calor. Para ella es relajante, casi una melodía.
Por religión profesa ser pentecostal y quisiera asistir una vez más a un culto, se siente maravillada y bendecida de saber que Dios es real y está con ella. Así lo expresa “veo a Dios constantemente en mi habitación vestido de blanco” de ahí su color preferido. Los otros ancianos dicen de ella que canta muy bonito y que lo hace constantemente. Precisamente, durante un pequeño tiempo de dinámicas, previo a nuestra conversación, se les pidió a los que quisieran que interpretaran una canción. Ella se atrevió animada por sus compañeros y luego de respirar profundamente, como tomando fuerzas, se escuchó una suave y quebradiza voz cantando un fragmento del Salmo 91.
Hablando con Rubiela, la encargada del lugar, la ahora mamá de Carmen, cada uno de sus pacientes tiene su historia. Al inicio son pacientes, pero con los días son familia, una familia con múltiples problemáticas y necesidades. Cuando se marchan para el más allá generan un vacío que, dice ella, aún no ha aprendido a manejar. Aunque se tiene un valor por el cuidado y manutención por cada anciano de $900.000, debido a la gran cantidad de gastos que implican sus cuidados, entre ellos servicios públicos, arreglos locativos, alimentación, pero sobre todo implementos de aseo y medicamentos, la mayoría de los familiares de estas personas son de escasos recursos, lo que le genera grandes inconvenientes administrativos. En el caso de Carmen, por ejemplo, su hermana en bastantes ocasiones solo ha tenido para darle $200.000.
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La señora Ernestina y Belén. Hablé con ellas dos. Estaban sentadas una junto a la otra y luego se encontraba una anciana cuyo nombre no conocí. Ella solo abrió sus ojitos e hizo fuerz como para incorporarse en el momento del refrigerio. Otra de las ancianas desde lejos dijo que ella también quería que le diéramos del pan con salchica y el juguito que es habíamos llevado. Tomó solo un poco del jugo con dificultad y luego volvío a la misma posición. Ojos cerrados, boca abierta, cuerpo estático en su silla de ruedas, cabeza recostada a la almohada y la pared.
La señora Ernestina fue la que me dijo que Belén no podía ver. Con razón había tenido esa actitud. No habíamos pensado en eso. El juego que habíamos hecho era precisamente de mímicas, había que observar detenidamente un movimiento o gesto que alguien realizaba y luego adivinar qué estaba interpretando. Seguramente ella se sintió excluida, pero no sería la primera vez.
La ayudé a que se comiera el refrigerio. Las acompañé un rato en silencio y luego comencé a hacerles preguntas. Creo que sintieron más confianza y comenzaron cada vez a soltar más palabras. Luego fueron historias. Muchas de ellas sonaban demaciado fabulosas. Muy similares a cuando uno sueña. Poca coherencia, muchos deseos, risas, cambios repentinos de personajes y escenarios.
No sé cuánto de lo que ellas me contaron pertenecía a la realidad y cuánto a la fantasía. Cuánto a lo vivido y cuánto a lo que hubieran esperado que ocurriera o que todavía esperan. Lo que sí considero, es que estas historias son precisamente las que les ayudan a afrontar una realidad de abandono por parte de sus seres queridos. Digo esto porque en sus relatos, cuando hablan de su familia mencionan a otros ancianos presentes en el hogar y al preguntarle a algunos de los cuidadores respecto a esto, ninguno de ellos son familia biológica entre sí, solo la señora Alicia con Rubiela y Alexander, los enfermeros dueños del lugar, quienes ocasionalmente invitan a su madre a interactuar con otros adultos mayores durante el día.
Los ancianos vuelven a ser como niños, una de las más lúcidas se refirió a ello durante la reunión: “Mis hijas ahora son como mis mamás. Ellas me cuidan, me dan lo que necesito y cuando ellas me dicen algo, yo les hago caso”. Teniendo esto en cuenta debemos ser considerados y empáticos ante sus necesidades, deseos y anhelos. Ellos no sólo esperan la muerte aún tienen sueños por cumplir como abrazar nietos, ver a sus hijos alcanzar metas o tomar té junto a sus hijas.
Aunque los recuerdos desaparezcan y las personas se vuelvan extrañas por causa de las demencias no se deben olvidar el amor, loscuidados recibidos por parte de ellos en épocas anteriores y los buenos momentos compartidos. Estos serán el ancla para soportar el difícil camino de una vejez compleja de un ser amado. Por otro lado están aquellos que gracias a Dios logran una vejez sin lagunas mentales y una salud apropiada. Estos cuentan con mayor bendición y por lo tanto es la oportunidad para disfrutar de toda la sabiduría que han acumulado con los años.
Son muchas las historias de vida que se pueden encontrar en estos lugares, todas importantes y fascinantes de escuchar. No sé qué tan beneficioso sean para ellos el estar estos lugares, o que tan de acuerdo están ellos de estar allí, pero imaginemos que son refugios que protegen a estos ancianos de cualquier amenaza. Es de admirar y agradecer al personal que se profesionaliza y emprende el camino de cuidar a esta población, quienes se dedican a esto definitivamente deben ser movidos por una muy noble intención.
La oportunidad de estar allí, personalmente, fue impactante. Sentí que por un día pudimos ser instrumentos para sacarles una sonrisa a los ancianitos y a estas personas con discapacidad. Sin embargo, más que confrontada, me sentí desafiada a seguir sembrando amor en las personas que, como ellos, necesitan no sólo atención médica, sino, abrazos, muestras de afecto, interacción sincera y sin juicios… y más que eso oídos prestos a escuchar sus historias.
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Lo hice. Lo miré a la cara y con mil lágrimas en los ojos le grité: "Pablo esto no fue lo que usted me prometió". Me miró como si fuese el mismísimo demonio, con sus ojos rojos y casi que tirando humo por la nariz. Durante algunos segundos se quedó pensando en cuál sería su siguiente movimiento. Yo estaba ahí, tirada en el piso preguntándome que había hecho mal o porque la persona con la que estaba casada me trataba de esa manera, cuando menos lo pensé. Lo vi nuevamente acercándose a aquella pared en la que me tenía acorralada, sólo que esta vez no me lastimaría con sus manos sino con un cuchillo, el más filoso que pudo encontrar sobre la mesa. Con cada paso que daba mi corazón latía más y más fuerte, hasta que solo cerré los ojos y me dije a mi misma:"Lo que pase, pasará". De repente, sentí un golpe en mi cara y un arañazo bastante profundo en mi brazo izquierdo. No fue más. Me recosté sobre el suelo y solo lo vi irse con la cerveza que había dejado sobre aquella mesa.
Apenas cruzó la puerta, comencé a recoger todo y a organizar, sin importar que mi brazo sangrara ni que el moretón en el ojo derecho cada instante aumentara a tal punto de no dejarme ver. Cuando tenía todo listo comencé a preparar la cena, pues él llegaría en la noche y era mejor prevenir que seguir lamentando.
Cruzaban las 6:00 PM y alguien golpeó la puerta insistentemente, me acerqué rápido a la ventana y vi la silueta de un hombre a espaldas. Golpeé la ventana y pregunté: "¿Quién es?". El hombre volteó. Era Rodrigo, el hermano de Pablo. Me miró con insistencia y asentaba la cabeza rápidamente como tratando de decirme que le abriera, lo miré y le abrí, sin saludarme me miró a los ojos y me dijo: -Amanda, no se case con Pablo, mire como la dejó. Me enfurecí y le dije: -Es mi vida y la de su hermano, a usted no debería importarle. A lo que me respondió: -No es que me importe pero de una vez se lo digo, usted va a sufrir con él y mírese usted tan solo tienen 17 años y ya estar en estas situaciones... Me enfurecí aún más y sólo le cerré la puerta en la cara. Me enojaba que tuviese la razón y sentir la impotencia de no poder hacer nada al respecto.
Media hora más tarde volvieron a tocar la puerta. Esta vez era Pablo, quien había llegado borracho. Cuando entró no dijo ni una sola palabra, solo se sentó en la mesa a esperar que le sirviera la comida, había hecho un caldo de costilla, realmente no había mucho de lo cual escoger, lo calenté durante unos minutos y se lo puse sobre la mesa, luego di unos cuantos pasos hacia atrás, vi que él se levantó luego de eso solo recuerdo el intenso calor de aquel plato sobre mi espalda.
Durante noches como esa, que ya se habían vuelto recurrentes, solo miraba al techo preguntándome qué podía hacer. Mi conclusión siempre era la misma, seguir a su lado, al lado de aquel hombre que me había prometido el cielo y la tierra.
Al siguiente día, Pablo salió de casa muy temprano, nunca supe a donde fue, solo que no me había dejado dinero y ya no habían muchos víveres en casa. Ya casi era medio día y aun no llegaba, ya tenía hambre así que tuve que ir a donde mi mamá, vivíamos a unas cuantas cuadras de distancia. Allí comí y enseguida me devolví a casa. Entre a casa como de costumbre cuando entreví a Pablo con otra mujer en nuestro cuarto, se vía mayor que yo. Aún recuerdo ver su pelo color negro sobre la almohada y escuchar sus incesantes gritos. No dije absolutamente nada, solo me retiré de allí, con el corazón en mil pedazos.
Un mes después, tomé la gran decisión de por fin irme de aquella casa para devolverme a donde mi madre. Pensaba en futuro y un nuevo comienzo y así fue. Un día, me llegó la
noticia, asesinarían a Pablo. Al parecer, había estado teniendo relaciones constantemente con una joven 10 años menor que él, exactamente de 14 años. Al enterarse de que estaba embarazada le clavó una estaca en la espalda a la orilla de un rio. Por fortuna, aquella chica sobrevivió para contarlo, pero su vida cambió para siempre, pues quedó cuadripléjica. Sus familiares se llenaron de ira y rencor así que solo buscaron venganza, o quizá, justicia.
Les dije que no quería tener nada que ver con eso, lo aceptaron y se alejaron, al siguiente día llego a casa la noticia de que le habían disparado a un hombre en el parque central. Lo curioso, es que Pablo no murió por el disparo sino por no haberse desangrado pues su sangre no fluía intensamente como lo hace normalmente sino que se quedó ahí retenida. Se supo que durante toda la noche estuvo agonizando y pidiendo ayuda, pero su garganta se inflamó tanto, que ya no podía ni hablar. Ese fue el destino del amor de mi vida, mi querido Pablo.
Nunca sentí tristeza, es más, me alegro de que aquel engendro hubiese muerto, sólo le agradezco una cosa. Haberme enseñado que no debo confiar en los demás. Desde ese entonces, por mas pretendientes que tuviera, decidí cerrarme al amor, desde mis 19 hasta hoy en día que tengo 67 años, no he tenido, ni he querido volver a tener pareja, me aterra el solo hecho de pensarlo, de pensar que nuevamente una experiencia como esa vuelva a suceder. Cuando alguien se acerca a mí, trato de analizar a las personas pues en sus ojos veo sus más profundas intenciones y nunca he visto una buena. Acepté la soledad y ella fue quien se convirtió en mi nueva y más anhelada amiga. Acepté mi destino. Acepté la resignación.
A veces las respuestas se encuentran en el silencio más profundo. Cuando nos alejamos de todo el ruido cotidiano. A veces nos preguntan por qué nos gusta estar solos pero en realidad no es gusto, es costumbre.
Por: Silvia León, Valentina Saavedra, Ángel Martínez, Edith Villalobos, Lorena Oyola, Iván Méndez. Editado por Daniela Jaramillo.