Una plaza que se maquilla


"La plaza es un territorio techado por árboles que brindan vivienda a los olvidados, una herencia no dada a quienes han decidido vivir en el mundo abstracto de las drogas, donde el acné desaparece con una mano mágica y los cigarrillos chuecos satisfacen más que la comida."


 Crónica

En muchas de las ciudades latinoamericanas, un estático Simón Bolívar adorna las plazas públicas, las escuelas y las sedes de los concejos municipales. Pensaba en ello mientras miraba al Bolívar sólido que nos correspondió a los ibaguereños en la plaza homónima al prócer. De repente, un joven indigente con su dentadura extinta y unos pantalones empeñados en caerse, me interrumpe: “Chino, ¿es que usted no es de por acá? ¿Qué hace mirando esa mierda? regáleme mil”. Una risa medio nerviosa se exhibe como recurso para no contestar y un billete arrugado cambia de dueño. Intenté interactuar pero desistí. Cómo explicarle a mi interlocutor de ojos rojos y pegante en mano, que ando observando el entorno, recolectando datos a horas no apropiadas, que yo solo había estado en horas nocturnas los días domingos, que hoy, lunes festivo está muy solo, que no me mire así, que por favor se tenga lo más fuerte posible esos pantalones.

 

Unos domingos atrás y en una más grata compañía ­ que por infortunio sí tenía bien puestos los pantalones ­(Que vieja tan brava) me senté sobre una de las bancas que circundan la plaza. Por primera vez, el sector dejó de ser un lugar de paso y reposé mis nalgas tolimenses en uno de sus taburetes de concreto. Las horas pasaban y de vez en cuando, mientras los besos libidos daban descanso, me percataba de la minúscula representación social que desfilaba por la plazoleta Bolivariana. Lo que ignoraba para este entonces era que la pasarela impecable de elegantes damas católicas y la tranquilidad de los niños al correr, obedecía a un hecho premeditado de antemano.

 


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Los domingos la plaza se maquilla de mentiras, unos sujetos de uniforme verde desplazan a muy tempranas horas a los harapientos jóvenes que permanecen con frecuencia de lunes a viernes en las bancas de la plazoleta. Son desterrados a fuerza de su hogar Bolivariano y aunque no muestran mucho afecto por el sitio, tan pronto pasa la pantomima dominical, vuelven como buenos hijos a casa.

Cuando los ojos rojos están ausentes

Los niños aparecen de la nada y se manifiestan a gritos. Interrumpen las partidas de ajedrez de los longevos. Señalan a los enamorados y los intimidan. Preocupan a las madres y a la vez las reconfortan, “mami aquí no hay carros” le explica exasperado Juanito Añez a una mamá intranquila recalcitrante. Las mamás contemporáneas, agobiadas por la modernidad, ven automóviles hasta en la sopa y temen ser atropelladas por un bólido plátano. A Dios gracias existen niños que las calman y esposos que las soportan.

Así, entre gritos maternales y jocosidad infantil trabaja don Alirio Franco. Un señor entrado en años, que les roba sonrisas a los chicos y proporciona un descanso fonético a las gargantas que visitan la plaza citadina por tan solo mil pesos. Don Alirio es el propietario de una chiva coloquial al servicio de los niños del parque, el barato pasaje a la diversión equivale a dos vueltas por la plaza. El vehículo didáctico, emite reggaetón a grandes decibeles y emprende su trayecto impulsado por los delgados brazos de don Alirio. El caballo de fuerza de éste vehículo expide humo nicótico mientras galopa a petición de los niños “más rápido vecino”, gritan los niños emocionados a bordo del carrito que impulsa el anciano fumador.

En el vehículo se aventuran toda clase de niños. Aunque las madres glamurosas miran con desdén al viejito y su artefacto; no logran dar un senténciero “no” a los chicos caprichosos de pucheros irresistibles. Esos mismos gestos los he visto para lograr el cometido de un helado, andar por el angosto de las barandas y masticar con dulce alivio un algodón de azúcar. La niñez derrumba todo intento de ahorro familiar con tan solo, una mirada. Uno de esos domingos, con la misma buena compañía presencié en primera fila una ingeniosa forma de subsistencia urbana. El tipo se aproxima hacia mí y mi acompañante. ­¿Ustedes son novios?

 -No señor. Contesto rápidamente.

-Pues deberían, mire que la muchacha no desmerece. (Risas) ¿A usted le gustan las flores? Esta vez se dirige a ella.

-Sí, sí señor.

-¿A usted le gustaría que le regalaran una? Dice el sujeto de sonrisa permanenteluego de introducir su mano en una mochila hippie.

-Si claro. Ella se sonroja  y me mira de reojo.

-Hermano le tengo una rosa novedosa, hecha de bombas, yo la vendo a seis mil pesos pero por ser a usted, se la dejaría en cinco pesitos, mire a la muchacha ¿la va a dejar con las ganas? ¡Esto de regalar rosas es un acto de caballeros mi hermano!

 


 "Las horas pasaban y de vez en cuando, mientras los besos libidos daban descanso, me percataba de la minúscula representación social que desfilaba por la plazoleta Bolivariana."


 
 
Con ese discurso enfocado a que el príncipe gaste cinco mil pesos en bombitas de doscientos y la señorita se sienta apreciada, un comerciante habilidoso se gana la vida con globos alargados que dejan muy buena utilidad. En esa pluralidad de comercio se mueve la plaza, “en los días buenos” los mendigos son desplazados y la prestación de servicios aparece: helados, mazorcas, algodón de dulce, tinto, cigarrillos y lustrabotas están a la orden del día. En una ciudad con altos índices de desempleo, los pesos extras nunca están de más.
 
No obstante, no ha de faltar el mendigo que movido por el hambre de alimento o de cualquier otra cosa, se aparezca esporádicamente en la plaza a solicitar ayuda. La gente los mira con recelo sin embargo, siempre hay un alma caritativa empeñada en buenas obras que ayude a los arriesgados solicitantes de moneditas.
 
Luego del cortejo exitoso, con flor de globos estorbosa a cuestas, me dirijo a tomar la calle tercera para alargar el gusto de la compañía fémina y cerrar el día de mejor manera.El Simón Bolívar al natural.
 
El lunes festivo, luego de un par de lecturas patrióticas y un par de cervezas, se me antojó mirar con detenimiento al prócer petrificado que se posa en la plaza. Pedro Martínez, un desordenado conceptual de formación socióloga, se carcajea luego de mi tímida reacción frente al joven de ojos rojos. Luego de la retirada pausada e intimidante del indigente, Pedro hace su lectura de la situación. “Mancho, es que éste Bolívar en realidad es una mierda, yo no creo en la beatificación de los caudillos y no entro a juzgar las actuaciones del individuo éste(señala con desprecio el monumento) pero a nivel artístico hasta los gringos tienen en el Central Park un Bolívar más bello que nosotros”. La intervención me pareció curiosa ¿Qué diablos hace un Bolívar revolucionario en el epicentro del control imperialista?

Una plaza que se maquilla foto2


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¿Chino usted hace cuanto tiene eso en la cara? pregunta una damita nocturna con psicoactivo actuar al ver el acné pronunciado de Pedro y se aproxima. Le cuesta estar en pie, su pelo esta anidado por pájaros despistados y el olor hiede. Dice que tan solo con tocarle la cara, las espinillas desaparecerán y los barros se trasladaran a la nada. Para mi sorpresa, mi acompañante de cervezas lo piensa. Unos segundos mágicos de ilógica fe se tornan esperanzadores, pero el carismático raciocino de mi amigo aparece y corta la magia.
 
“Es que me gustan mis barritos pero cuando me aburran, la busco.”
 
Entre risas ebrias, caminamos por entre los mendigos con ínfulas de magos y, nos despedimos de la plaza en su naturalidad. Es decir, en su aspecto genuino. La plaza es un territorio techado por árboles que brindan vivienda a los olvidados, una herencia no dada a quienes han decidido vivir en el mundo abstracto de las drogas, donde el acné desaparece con una mano mágica y los cigarrillos chuecos satisfacen más que la comida.
 
 
 
 

 
Por: Germán Gómez Carvajal, estudiante de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad de Ibagué. 
 
 

 

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